viernes, 26 de diciembre de 2025

Yo no firme un contrato de felicidad perpetúa.

"¿Y dónde quedó ese botón que lleva a la felicidad? Luna de miel, rosa pastel, clichés y tonterías"

Hace poco platicaba con una de esas personas que acaban de egresar, de esas que apuntan todo en una libretita para que nada se les olvide, porque todo lo quieren hacer muy bien. Luego me empiezo a aburrir de todo lo que me está diciendo… que está aprendiendo mucho, que le gusta muchísimo su trabajo, que a veces le toca quedarse trabajando hasta 10, 12… 40 horas extras diarias. Seguro jamás se ha planteado la pérdida de tiempo y energía que implica eso.
Lo peor es que me dice que disfruta sus días de oficina, la cultura de la empresa, los afterwork con los compañeros. No, no, no… lo peor es que ya hizo propia esa idea de “encuentra un trabajo que ames y nunca tendrás que trabajar en tu vida” (solo tendrás que vivir ahí).
Y es ahí cuando empiezo a visualizar su futuro.
Se va a casar, tendrá hijos, se va a comprar una casita a las afueras de la ciudad, en una zona “residencial”, con casa club. Algún fin de semana organizará una cena en su casa; irán sus amigos, que también tienen hijos y viven en estos fraccionamientos residenciales con casa club, quizá hasta vivan en el mismo lote.
Se va a sentir muy especial porque tiene el trabajo y la vida de sus sueños, esa vida en la que es inmensamente feliz. Y eso me provoca sentimientos encontrados: pena, una punzada de envidia… y unas ganas de meterle un chingazo.
También fui recién egresada. Y también vivo la vida “perfecta”: el residencial con alberca que nadie usa, un asador que se prende dos veces al año y una deuda a 20 años a la que le dicen “patrimonio”. Ah, y claro, la cena donde todos decimos “hay que vernos más seguido” sabiendo perfectamente que no va a pasar.
El trabajo y la vida perfecta no nos hacen felices: nos vuelven IN MA MA BLES.

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