"What a shame, what a shame to judge a life that you can't change."
Una vez, cuando tenía 11 años, estábamos en clase y la maestra me pidió a mí y a otras dos niñas que saliéramos del salón. Obviamente, estábamos confundidas y preguntábamos por qué, pero la maestra solo sonreía y nos pedía salir como parte de una actividad.
Ya fuera del salón, seguimos cuestionando por qué solo a nosotras. No veíamos tener algo diferente a los demás, ni algo en común entre nosotras.
Cuando finalmente regresamos al salón, la clase siguió como siempre, pero en nosotras seguía la duda. Incluso notábamos cierta complicidad en las miradas de nuestros compañeros. No pasaron días; fue ese mismo día, en una oportunidad, que el niño más chismoso del salón reveló la verdad del porqué nos habían sacado de clase:
—"Las sacó del salón porque son las más jodidas, y está pidiendo una cooperación entre todos para pagar su graduación" —lo dijo en tono burlón, incluso se rió.
Y creo que fue el único al que le pareció chistoso. Los demás se veían incómodos y nos miraban con condescendencia.
Yo sentí mucha vergüenza. Mis compañeras también. Me sentí fuera del grupo, como si todos vieran algo tan evidente y nosotras, tontas, jamás lo hubiéramos notado.
Lo primero que pensé fue: ¿las más jodidas? ¡¿Pero si fulanito está peor que yo?! ¿Y menganita?
Es lo que pasa cuando te ponen en ese lugar. Te pones a la defensiva. Porque nadie quiere ser “el que menos tiene”. Nadie quiere ser el que necesita lástima.
La maestra se enteró de que el niño lo había contado —porque se suponía que iba a ser una “agradable sorpresa”—, se enojó con él y nosotras aprovechamos para decirle lo mal que nos sentíamos al respecto, que no queríamos esa ayuda. Que no la necesitábamos.
Y se canceló todo.
Lo que no se canceló fue la vergüenza de habernos señalado como las más pobres.
Hoy en día ya no la siento. Por eso puedo contar la historia.
Vergüenza debería sentir la maestra que, aunque quizá tuvo buena intención, no supo cómo hacerlo.
Nunca se lo conté a mis papás. Me daba hasta pena decirles, y que fueran a hacer un escándalo… de por sí, el chisme ya se había corrido hasta el salón de sexto B.
Años después, pienso que la experiencia fue profundamente clasista. Fue, sin duda, violenta.
Fue que te miren diferente y te separen del resto: estaban ellos, y estábamos nosotras.
El problema no fue solo aquella cooperación. El problema es que, a diario, en mil formas más sutiles, se sigue haciendo lo mismo:
Ofrecer desde arriba.
Decidir quién “merece”.
Señalar sin saber.
Dar sin escuchar.
Dibujar una línea entre “ellos” y “nosotros” por su falta económica.
No basta con tener empatía.
Hace falta revisarnos. Una y otra vez.
Reconocer que todos —sí, todos— tenemos gestos clasistas, aunque no lo queramos ver.
Y sí, ese niño que lo dijo también estaba replicando lo que escucha en su casa, en la televisión o en la calle. Porque el clasismo no es un acto aislado.
Es un sistema de ideas que se repite sin cuestionarse, incluso desde la infancia.
Es urgente mirarnos y ver qué le estamos enseñando a las nuevas generaciones.
Y que, si realmente queremos ayudar, lo primero es preguntar:
¿Necesitas algo?
¿Cómo puedo acompañarte sin invadirte?
¿Esa ayuda se necesitaba?
¿O solo lo hiciste para sentirte mejor tú?